Reflexionando sobre las artes adivinatorias luego de publicar la
primera edición de este libro, y dentro de las tantas que se han llevado a cabo
con Domy, me di cuenta que en este libro hablé bastante de los métodos – que
básicamente constituyen este libro porque así fue pensado –, de la sesión y el
adivino en cuestión; pero no consideraba la variable del consultante, algo que
a mi consideración debió haber sido incluido desde su inicio.
Cabe mencionar
desde el principio, que el consultante es siempre la variable más importante de
la sesión adivinatoria, ya que su disposición en todo aspecto relativo a dicho
evento, la afecta directamente.
La disposición
es la respuesta que da el consultante a la confianza del adivino. Esto lo
sabemos, ya que cuando una persona llega a un lugar para resolver las dudas que
la aquejan, claramente tiene que tener confianza, ya que el pudor ronda también
el discurso en torno a los temas personales.
Si tenemos un
consultante, ya debemos partir sabiendo que esa persona confía en nosotros y
nuestro trabajo. El simple hecho de cruzar el umbral de la puerta, este paso
del punto oscuro a la niebla que nos separa del destino.
Tomando el
punto opuesto a la tesis planteada, tenemos no sólo la negación a participar de
la sesión adivinatoria, algo que por lo demás es recurrente, pero no por eso
menos respetable. También existe la postura del ‘decreto’.
El decreto como respuesta al destino
En toda la senda que he caminado por mi vida como adivino, me
fui dando cuenta que las preguntas existenciales que nacen debido a la
naturaleza humana, o aquellas preguntas que aquejan sin respuestas visibles,
podrían ser en cierta medida respondidas por medio de la adivinación.
Lo anterior,
claro está, no tiene por qué ser una norma universal, si partimos de la base de
que la adivinación es un arte netamente interpretativo, por consiguiente,
subjetivo. Esto, nos ayuda a plantear el hecho de que existen también personas
que tienen una idea clara en su cabeza, y se predisponen a tomar decisiones que
apunten sólo a ese objetivo, como una suerte de algoritmo de programación para
actuar de base a las respuestas a los distintos estímulos o eventos que se
producen en la vida.
A mi juicio,
cuando esta programación se verbaliza toma un poder increíble, que es lo que
culturalmente llamaríamos decreto. Ese objetivo del que hablamos con tanta
pasión y seguridad, ese evento que se realizará en el futuro, pero que no
tenemos certeza alguna de que realmente lo sea. Sólo es una frase que decimos
que pasará, porque así lo queremos, lo planeamos, y todas nuestras respuestas
se dirigirán a ese objetivo, incluso sin tener evidencia científica sobre dicho
acto, pero está como en una suerte de ley de atracción.
Esta
programación, responde netamente a la fe, que se define como la seguridad de
una persona en algo en lo que no se cree. Visto desde este punto, cuando
hablamos de fe, no queremos decir que debe ser algo limitado a la filosofía, la
teología, o sus puntos clave como las academias o las religiones. Considero que,
en base a mi apreciación semántica del concepto, a las ciencias empíricas
también están validadas, en cierta medida, por la fe.
Mi argumento no
se va por la vía que se aproxima a la metafísica, sino más bien por la
intención de plantear distintas teorías o postulados desde distintos
paradigmas, pero si bien no comparten los mismos métodos, hay veces en las que
se refutan, y hay veces en las que convergen, en donde la dialéctica en suerte
de big bang nos muestra un mundo holístico. Un mundo lleno de colores,
emociones, sentimientos, y sentidos que nos invitan a investigar para descubrir
nuevos aspectos de nuestra vida, y el mundo que nos rodea. Todos, en cierta
medida, podemos jugar a ser investigadores. Todo está, finalmente, en nuestra
cabeza.
Feliz encuentro, feliz partida, y feliz encuentro otra vez.
Adelphos.

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